Húmeda mañana, el gotear del agua es lo primero que oigo al levantarme.
La nubosidad y el mar se funden en único abrazo, la lluvia cae en velos grises sobre un océano plomizo y tranquilo, la línea del horizonte está perdida en una distancia brumosa y densa.
En la playa solitaria las gaviotas se asientan confiadas, de vez en cuando alguna viene volando con la enorme envergadura de sus alas a caer buscando un lugar en la bandada en la arena.
Una vuelta alrededor de la casa, que el perro agradece para desahogarse, me confirma en la primera impresión recibida. El aguacero no remite, ni tiene pinta de hacerlo en breve. Dejo que las circunstacias decidan, quedarse a refugio toda la mañana es tarea fácil de realizar.
Hacia las primeras horas de la tarde, un sol breve y escaso aparece un momento para ver y cerciorarse de que el chubasco ha cesado.
Quedan unas nubes desenvueltas, bañadas en suave claridad marfil, que juegan con el viento en formas caprichosas.
Aunque había pensado tomar un transporte para llegar al trabajo, el largo paseo del parque, la vegetación fresca y con el brillo del agua sobre las hojas terminan por decidirme a caminar.
Hay algunos dátiles pequeños caídos bajo las palmeras.
Las grises palomas, dos o tres blancas solamente, las picotean sin prisa.
En algún charco el cielo aparece, alegremente bañándose.
Al terminar la jornada apenas queda una nube hacia el sur.
Sólo un lienzo desdibujado donde el crepúsculo funde caprichosamente matices violetas, con tonos azules y rosas. El mar por un instante refleja esa amalgama de colores en un irreal y mágico ensueño. Desde la orilla al horizonte una quimérica ilusión cromática se extiende caprichosa.
Cerrándose ya la noche me recojo en el entorno hogareño. Desde la ventana, el abierto espacio de sombras sobre el Mediterráneo se rompe apenas, en la distancia lo intentan, con las luces de algunas barcas al iniciar su pesca.
14 Enero 2008
© Acuario 2009
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