martes, 15 de septiembre de 2009

AEROSTASIA DEL TIEMPO

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El día se ha ido deslizando alegremente hacia el habitual desorden de los recuerdos. La tarea de reordenarlos, escoger éste y olvidar aquel, me ocupa las últimas y sosegadas horas de la tarde.

A mi espalda, la inmóvil lejanía suspendida en sombras de la noche.

Alguna luz en el horizonte añade un inexplicable y desolado sentimiento que se diluye en la distancia.

La silenciosa penumbra acompasada levemente por la respiración sorda de la mar dormida.

En este escenario opaco, la memoria desenvuelve su hatillo de vagabundo, me muestra la luz lechosa y crema con la que la mañana inició su alegre despertar, con un sol abriéndose sin límites sobre la bruma leve e indefinida. En la playa, un trajinar de camiones llevando la arena de un lugar a otro, intentando recomponer inútilmente un litoral que el oleaje destruye incontenible y poderoso cuando las tormentas hacen acto de presencia, arrastradas por el enloquecido vendaval en los inviernos.

Tanto ruidoso pasar retumbante de los furgones cargados de arena hacen que Piratilla ni quiera asomar la cabeza, y lo malo es que no sé donde está, si en la residencia de verano o en la de invierno, o quizás en el refugio seco que utiliza cuando llueve. Decido mirar si ha comido lo que le puse en uno y otro, y veo que en los dos habitáculos los cuencos están vacíos, delatando un buen apetito. Hay que tomar una decisión, reparto la ración diaria entre los dos, y cuando vuelvo de hacer mi compra habitual diaria, la veo aparecer medio asustada de uno de sus cubículos. Amparada en la anochecida, supongo recorre toda la playa, ya que en los dos la comida vuela.

Hace calor al sol de la tarde, penetrar por la abierta puertecilla del puerto, se agradece. Dejo atrás el ruido del tráfico, y me sumerjo en el silencio de la ensenada, caminando sobre los embarcaderos de adoquines enormes, y norayes oxidados y envejecidos. Bajo la amplia sombra del enorme casco del Volcan de Tinafaya, un transbordador atracado desde hace semanas, encuentro en el camino un respiro a la alta temperatura vespertina.

El azahar espera, rodeado de gorriones con apetito. Evanescente, sutil, fragante, innominable, delicioso, perfecto. Una lluvia de blancas florecillas desde los naranjos transminan una magia sutil, aérea, y mirífica. Con los alegres gorjeos de las avecillas al encontrar unas migas, con el cielo abierto, levemente azul, de la tarde que comienza.

Y que termina, con fresco poniente, mientras vuelvo sin prisas, caminando por el lado del parque.

Esta es la muestra del hatillo, de mi vagabundeo diario, que aquí desenvuelvo, mientras la noche callada sonríe silenciosa.

¿A qué preguntarle nada?



26 Febrero 2008
© Acuario 2009

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