domingo, 6 de septiembre de 2009

AEROSTASIA DEL TIEMPO



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Cuando me he dado cuenta, al despertar, son ya las nueve de la mañana, ( de la madrugada, le decía a esa hora de la mañana un profesor mío de la facultad ), y me había olvidado de que tenía la obligación de retirar el coche de mi garaje, pues habían programado para hoy efectuar en él labores de limpieza.

En un santiamén me termino de vestir, cojo dos latas, porque seguro están al menos Pitufa y Vicky a la espera del desayuno, y en un plis plás estoy ya en la calle, con las dos interesadas relamiéndose los bigotes ante su condumio.

El asunto es encontrar para el coche una plaza libre para aparcarlo en la calle, y en esto que a mi espalda veo un hermoso e insólito hueco entre dos vehículos, como si estuviera yo aún soñando a esa hora de la "madrugada". La cuestión a resolver es ardua, pues debería más que correr para ocuparlo prontamente. Pero lo resuelvo gracias a un portero al que veo a la puerta de su edificio situado enfrente.

Comisionado de las labores de cancerbero, claro está, incentivado por la propina que le ofrezco, dispongo de la seguridad de encontrarme dicho espacio de aparcamiento en la calle, como así sucede cuando llego con el automóvil unos instantes después para estacionarlo.

En mi camino habitual, un poco más tarde de lo acostumbrado, pero todo el tiempo es mío, no hay problemas. El sol templa adecuadamente el alero de tejas donde las palomas aguardan tranquilas mi llegada. Les alegro la mañana con un poco de arroz partido, pequeños granos blancos sobre los que lanzan sin resabios y confiadas.

Un bullicio de aleteos y arrullos guturales que dejo a mi espalda para efectuar un envío en correos de paquetería, en la estafeta próxima, bajo la mirada de los verdes pinos de las cercanas alturas colindantes al barrio.

La compra necesaria y un rato después ya estoy en casa ante el ordenador haciendo tiempo antes del almuerzo, hoy lasaña, y una trucha a la navarra. Regado de gazpacho y un buen vino.

La tarde, la dejo iniciándose, mientras me encamino al trabajo por la acera lindante con la larga e interminable verja del puerto. El suave sol cae entre las rejas, proporcionando al asfalto cercano un disfraz de piel de cebra. Por encima mía, en los desolados plátanos de indias, apenas algunas hojas secas resisten el embate del invierno ya bien entrado. En sus troncos en parte secos, se abren oquedades renegridas en los que las palomas del parque han encontrado un cobijo para anidar. Sus cabezas se asoman a los mismos, desinteresadas por el incesante tráfico urbano bajo sus guaridas.

Cuando vuelvo de nuevo, terminado el trabajo, el sol declinando regala el líquido oro de su meláncolica mirada sobre la ciudad.

Al desplegar la noche todos sus velos de sombras, en el horizonte las luces de las embarcaciones se encienden. Dibujan una línea entrecortada y temblorosa en la distancia.

Quizá su sueño es llegar a levantar el vuelo, como caídas estrellas que son, o parecen, sobre las dormidas aguas silenciosas.




28 Enero 2008
© Acuario 2009

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