La noche abandona la oscuridad tomando, en breves momentos, un azul profundo, denso, majestuoso. Las estrellas, sorprendidas, titilan aún más bellas en el potente índigo y añil del cielo.
En el silencio que la envuelve, la ciudad se acicala iluminada. Sus luces tiemblan y parpadean como luceros caídos. En sus avenidas, los coches afluyen con sus faros como ríos de ardientes meteoritos.
El viento es seco, limpio, de tierra. El horizonte, señalado por los lejanos destellos de algún buque navegando. En el puerto, las luces calladas y quietas. Amarillentas las farolas, rojas, verdes, y blancas las de las grúas, gigantonas y dormidas. El faro siempre intenta alcanzar con su mirada el infinito.
Cuando el sol naciente irrumpe se encuentra solo. Nada queda. El único fulgor es el suyo. El mar sin olas se ha rendido a sus pies. La arena enmudece, la orilla silenciada. Hay alguna gaviota confusa, inmóvil, posada en la playa vacía.
El agua es diáfana, tibia y líquida turquesa. Pero tras el baño, pasado el mediodía, cambia el viento, levante ligero que trae y arrastra un abundante manto de niebla.
La bruma intenta escalar los montes de pinos a la espalda de los edificios, sus velos se enredan en las copas de las coníferas. Nuevos e incesantes ovillos de vapor danzante y aéreo, alcanzan y ocupan las murallas del castillo, que corona el arbolado cerro, sobre la ciudad y la bahía.
Cuando vuelvo por la tarde, la fuerza de la ventisca ha tomado nuevos bríos. Las aguas espumean con blancas y móviles crestas, el mar es cobalto oscuro efervescente e inquieto. El aire es fresco y ahora limpio, la niebla ha cesado.
Los mirlos celebran la agradable temperatura. La rompiente en la playa, murmuradora, incesante, en obsesionado monólogo, solitaria, no tiene a nadie para conversar ahora.
Una estrella escudriña desde lo alto.
La luna asoma sólo media cara. Blanca, medio círculo blanco, que medio mira desde la distancia
.© Acuario 2009
.jpg)
.jpg)
No hay comentarios:
Publicar un comentario