En mitad de la noche, de improviso, se desata una inopinada ventisca. El viento que suavemente venía de tierra, cesa y cambia de dirección. Ahora viene del mar, levante, pero con las suficientes energías como para llevarse las ventanas abiertas y barrer el sólo toda la casa sin necesitar escoba alguna.
Hay que levantarse y afianzar los batientes, fijar los anclajes de toldos, vigilar las persianas. Y todo en un santiamén. Que se realiza como se puede, aún todavía medio dormido y sin despertar del todo.
Una imprevista actividad para noctámbulos al filo de la madrugada
Se ven a las palmeras agitarse desoladas, aturdidas cabecean. El mar cobra furia y oleaje. El ímpetu del inesperado vendaval sisea y habla con oculto lamento por las rendijas, encolerizado hace vibrar las balconadas y pone a oscilar como beodas las farolas melancólicas y amarillas.
La noche se despierta, las estrellas curiosean, la luna se esconde, asustada, tras un grupo de nubes que el torbellino va empujando, desconsiderado y sin miramiento.
Como es el caso de que estos súbitos cambios del viento son relativamente frecuentes, los marcos de las ventanas están provistos de pequeños racimos de cañas y bambúes, que al chocar entre ellos empujados por el aire, avisan de la fuerza e intensidad del enojo eólico. Gracias a ellos, se evitan las sorpresas y los desaguisados, aunque no obstante me arrojan desde el más tranquilo de los sueños a participar medio insomne en éstas parcialmente cómicas urgencias nocturnas.
Por la mañana, sólo la quejumbrosa orilla marina, y las aún agitadas olas, recuerdan la enfurecida actividad nocturna. El levante ahora suave, pide disculpas acariciando a las lánguidas y exángües palmas datileras.
El sol calla, indiferente a todo, desde su espléndido emplazamiento celeste.
© Acuario 2009
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