sábado, 15 de agosto de 2009

AEROSTASIA DEL TIEMPO





Como no hay viento, las palmeras inmóviles descansan.
Sus palmas más viejas y secas caen a lo largo de su tronco, fatigadas y silenciosas.

Sobre el techo de una edificación cercana, se calientan al sol las palomas.
Acuden con vuelo presuroso y confiado al pan que sobró de ayer. Al ser éste algo escaso para tanta muchedumbre de vivaz aleteo, algunas, para reclamar mi atención, me cierran el paso revoloteando delante.
Silenciosa, pero evidente, petición de más comida.
Tomo buena y decidida nota. A la lista de la compra algo se añade.

El verde acerico del apretado haz de los cactus, nevados con la escarcha salada del salobre marino, alza sus numerosos brazos, quizá buscando algo en el pálido escenario azul del cielo.

La tarde ha comenzado, no tiene prisa.

Mientras los pinos de la montaña de Gibralfaro intentan, a duras penas, trepar por la reseca pared rocosa, luchando incansables con la sequía, veo abierta, en la verja del muelle, una desvencijada y escasa puerta que permite el acceso al recinto del puerto.

Enfilo la línea del agua, con sus viejos noráis sombreados de rojizo óxido.

El poniente levanta un alegre oleaje en el interior de la rada, esparciendo los destellos incesantes del fluído sol en las verdes aguas. El aire, cargado de la fresca humedad del atlántico cercano, hace cabecear inquietas las barcazas atracadas. Todo es silencio.

A mi vuelta, la noche ha apresurado el paso. Decidida, reclama sus derechos a las farolas, y éstas derraman en las calles su luz cálida y amarillenta, mírifico e inmóvil río en el que la ciudad palpita.

El nervioso torrente de ruidosos vehículos eluden los estrechos caminos que elijo habitualmente. Como únicos sonidos me acompañan los cadenciosos pasos de los viandantes en mi ruta acostumbrada.

Las sosegadas sombras aparecen, enmudecidas, ocultas, como redes puestas a secar en los portales de las casas.

En el espacio destinado para su aparcamiento, una larga fila de motos. Parecieran soportar en silencio, pero con impaciencia, su forzosa inmovilidad.

Los trabajos portuarios, iluminados e incesantes. Una alta grúa pintada de blanco, máquina quizá con oculta afición astronómica, semeja indicar calladamente algún lugar perdido del firmamento. Su perfil se contrasta con precisión frente al oscurecido cielo, que espera su manto de estrellas.

Mientras, ventrudo, redondo, pequeño, el faro del puerto asoma su cíclope ojo para escudriñar el horizonte desaparecido inesperadamente.

Recortado sobre las copas del parque, la Alcazaba, torres y lienzos de murallas, cuya lucha es ahora con el incesante asedio, que el tiempo silencioso le lanza.


© Acuario 2009

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