miércoles, 21 de octubre de 2009

METAMORFOSIS DEL TIEMPO

OCTUBRE 21 Miércoles


Al friso de la medianoche ayer, advino la lluvia, tormentosa, acompañada de un huracanado ventarrón que precipitó en recia horizontalidad la abundante cortina de agua que caía. No duró mucho, no obstante. Hoy, al alba, el sol regalaba tenues cremas y amarillentos matices a una harapienta camiseta de escasos jirones de nubes que el cielo sacaba de su armario. Pero a lo largo de la mañana, el firmamento se fué vistiendo con una más elegante camisa de nubosidad bien completa, y poco a poco, al mediodía, luce ya un perfecto traje bien dibujado y denso de cúmulos y nimbos de suaves tonalidades.

Con el aguacero caido, las arenas de la playa exhiben un aspecto nuevo, como quizá tuvieron en la mañana de la creación primigenia. Su soledad raya en lo mayestático, tan apolínea que vive ensimismada en su belleza.

Los charcos conceden en sus espejos una inverosímil hermosura a las ya presumidas palmeras. Para algunas, la fuerza de la ventisca arremolinada ha tenido fatales consecuencias. El tupido penacho de dos de ellas han sido tronchados y abatidos sobre el camino más arriba de la orilla marina. Las caidas palmeras con sus dátiles, ostentan un porte fresco y vivo por el agua recibida, desconocen alegres que viven sus momentos últimos. Mejor es dejarlas ignorantes y felices, sin nada decirles.

En las primeras horas de la tarde el sol ha conseguido aunque de forma incompleta abrir el día. A veces se vela, otras regala su luz sobre la mar calmada, llenándola de reflejos y estrellas doradas que palpitan vivazmente. Las aguas tienen hoy azules, grises, cremas, verdes, según se cierren o entornen los cielos sobre ellas. Apenas una brisa inaparente e imprecisa de ignota dirección hace estremecer la superficie marina.
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Cuando voy hacia el trabajo veo a la ciudad estrenando ufana calles y aceras, limpias por el chubasco de ayer. El aire asimismo dispone de una cualidad radiante, distinta, renovada. A la vuelta, cuando camino lindante a la rada del puerto diviso en lontananza la lejanía azulada de los montes que enmarcan la bahía por su derecha. Las grises nubes han hecho suya la cima, escondidas así las cuspides parecen haber espigado y crecido.

Termina el día, y pese al roto y fragmentario celaje nuboso, - en su base iluminado por los reflejos de la ciudad en salmón o naranja pálido -, la noche se presenta sin luna ni estrellas.

Pero con ágil amabilidad, los aviones que despegan del cercano aeródromo prestan a las sombras con sus luminosas balizas una alegre y festiva intermitencia de luceros traviesos.



© Acuario 2009

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