Desde una iluminada cualidad lactescente la mañana ofrece su fresca brisa de levante bajo un dosel de algodonosas nubes indefinidas que dejan gravitar una luz pálida, de imperceptible marfil.
El mar está literalmente desaparecido, totalmente blanquecino, invadido por la tranquila suavidad del cielo. Es tan incierto, inexistente e impreciso el horizonte que en él los buques, en su distancia, parecen flotar en el mismo aire, confuso y níveo.
La playa acoge una abundante presencia humana sobrecogida en la paz inenarrable que ofrece el día, la arena calla, el mar duerme soñando con las olas que alguna vez tuvo otrora.
Las nubes acaban ingeniando un panel único de claridad difusa, que el sol a media mañana casi logra atravesar en ocasiones, ofreciendo así entonces su tibia caricia, regalando leves sombras a las palmeras dormitando todavía.
Las primeras horas de la tarde son soleadas, agradables. En sol ha conseguido abrir la nubosidad casi por completo, sólo persiste un leve y uniforme, mínimo tapiz de vaho neblinoso que le da al cielo un tono de azul blancuzco.
Aprovecho esas horas de calor y decido nadar un rato. El agua tiene una superficie cálida, sin olas se ha entibiado durante el día, por debajo es fresca, agradable, tierna. Se ofrece a los escasos bañistas con un suave verde azulado, translúcida, callada y quieta.
La tarde finaliza totalmente despejada, solo la humedad del aire confiere a todas las distancias un imperceptible velo, al que el sol cada vez más ausente va dejándole sus más tiernos malvas, sus ensoñadores rosas.
El día acaba, en la calle algunos transeúntes dejan caer sus pasos indolentes, inundados de la calma del crepúsculo tan cercano como infinito.
© Acuario 2009
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