








En la tenue claridad amarillenta, limpia y serena del alba, el sol asoma delicado, tímido casi, redondo y pálido, como desorientada y extraña luna que confundiera su lugar en la madrugada. Un cielo sin nubes acoge las primeras luces de la húmeda y algo cargada aurora.
El viento detenido, expectante, sin saber que hacer de momento, simplemente descansa. El mar ha olvidado sus olas, perezoso, sólo bosteza y sueña. La playa sabe ser interminable, callada, no necesita más vacío que sus infinitas distancias, sabe alejarse a un lado y otro sin volver jamás la mirada.
La luz solar inicia con alegría las primeras horas matinales, y el viento toma la decisión de hacerse ligero poniente, fresco y estimulante. Distinto y nuevo, tambien él quiere formar parte de la primavera.
Sin contrariedad alguna, con el ánimo decidido, comienzo mi actividad diaria. La calle comienza a entibiarse bajo la luminosidad creciente, mientras las personales tareas llevan a los peatones de un lado a otro. El mundo se mueve. Siempre me son agradables y estimulantes los primeros y habituales pasos con los que emprendo mis ocupaciones. No hay como la absorbente naturalidad de caminar como medio de desplazarse. Y bajo la abierta bóveda celeste, acompañado del azul adormecido del mar, andar es sumergirse en un sueño.
Tras el día medio lluvioso de ayer las arenas comienzan a secarse, mientras el horizonte ha puesto bien desplegada y tendida su línea, quizá para colgar en ella alguna nube también a escurrir, pero no encuentra ninguna. Hay algunos pescadores insistentes, con sus cañas y su paciencia, sobre las rocas de los espigones de defensa. El mar sin olas calla y observa.
El viento del oeste arrecia algo al mediodía, la playa comienza tener cierto oleaje. La luz lo invade todo, sobrecogedora y espléndida.
Cuando termino mi trabajo me sumerjo a la vuelta en las crecientes sombras del parque. La vegetación tras las frecuentes lluvias recibidas tiene una pujanza manifiesta. Su silencio lleno de vida me envuelve y secretamente me ofrece su animosa esperanza, su plena certidumbre abierta y sencilla.
Sobre el puerto detenido e inmóvil una suave claridad crepuscular se deja caer abandonándose lánguida y última.
La noche es ligera y fresca, las olas que el poniente ha dejado mumuran su indescifrable enigma con ingenua naturalidad en la orilla.
Sin contrariedad alguna, con el ánimo decidido, comienzo mi actividad diaria. La calle comienza a entibiarse bajo la luminosidad creciente, mientras las personales tareas llevan a los peatones de un lado a otro. El mundo se mueve. Siempre me son agradables y estimulantes los primeros y habituales pasos con los que emprendo mis ocupaciones. No hay como la absorbente naturalidad de caminar como medio de desplazarse. Y bajo la abierta bóveda celeste, acompañado del azul adormecido del mar, andar es sumergirse en un sueño.
Tras el día medio lluvioso de ayer las arenas comienzan a secarse, mientras el horizonte ha puesto bien desplegada y tendida su línea, quizá para colgar en ella alguna nube también a escurrir, pero no encuentra ninguna. Hay algunos pescadores insistentes, con sus cañas y su paciencia, sobre las rocas de los espigones de defensa. El mar sin olas calla y observa.
El viento del oeste arrecia algo al mediodía, la playa comienza tener cierto oleaje. La luz lo invade todo, sobrecogedora y espléndida.
Cuando termino mi trabajo me sumerjo a la vuelta en las crecientes sombras del parque. La vegetación tras las frecuentes lluvias recibidas tiene una pujanza manifiesta. Su silencio lleno de vida me envuelve y secretamente me ofrece su animosa esperanza, su plena certidumbre abierta y sencilla.
Sobre el puerto detenido e inmóvil una suave claridad crepuscular se deja caer abandonándose lánguida y última.
La noche es ligera y fresca, las olas que el poniente ha dejado mumuran su indescifrable enigma con ingenua naturalidad en la orilla.
© Acuario 2010
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