lunes, 21 de diciembre de 2009

METAMORFOSIS DEL TIEMPO

DICIEMBRE 21 Lunes


El infinito es sólo agua. En la lejanía, desde un horizonte velado por una incesante y líquida cortina lluviosa, en la cercana distancia llena de ruidosos charcos, en una playa surcada por plateados y vivaces torrentes fluyendo entre las arenas buscando al mar, y también cayendo el chaparrón encima de las potentes olas, sobre las espumas, dejando las miríadas de gotas una burbujeante superficie borrosa en el vidrio verde y oscuro del revuelto y amenazador oleaje.

La tormenta apenas ha cesado. Toda la noche el fuerte vendaval siseando misteriosas deprecaciones y lamentos ululantes en la oscuridad de la madrugada. La mañana amanece torva, ceniza encrespada, y el cielo muestra un revuelto desencuentro de nubes disformes y opacas.

Hay que salir bien provisto de resuelto ánimo para divertirse con la que cae, y aguantar los empellones del ventarrón en las esquinas, cuidando no te voltee el abierto paraguas, o no se te lleve la bufanda. Pisar la calle y asaltarme a base de pedigüeños maullidos la gata del fontanero es todo uno. Siempre entre los dos encontramos algún lugar protegido de la lluvia y del viento, para dejarle allí un poco de comida, que devora sin tardanza ni remilgos con excelente apetito.

La playa abandonada, solitaria, la rompiente batida por la infatigable oleada de las aguas. Una indescifrable aflicción se proclama inacabable y oculta bajo el continuo fragor del mar enojado, mientras ahora felizmente una tranquila y ligera llovizna me acompaña. Todo el húmedo camino rebosante de aguazales es sólo para este solitario caminante que se llena de salobre marino, y se le empapan los zapatos en los charcos que pisa despistado, contemplando la interminable extensión acuática llena de imprecisa bruma.

La tarde es una venganza gitana, o un drama romántico, para una ciudad presumida de luz y eternamente soleada. La bóveda del cielo desata incontenible todas las aguas y apaga toda claridad. Ciega y tenebrosa, no hay un instante de alivio, un fluído y sostenido raudal inunda calles y aceras.

Salgo como puedo del trabajo, ya casi anochecido. Las calles llenas de tráfico derraman sus luces en incansable danza de reflejos sobre el reluciente asfalto. El viento ha cesado casi, las olas se han distendido. Su rumor de blancas espumas es la única presencia en la vacía soledad de la playa.

La noche se presenta inhóspita, cerrada, húmeda, persistentemente lluviosa. En los extremos del muelle que cierra el puerto hacia el este parpadean dos señalizaciones, con cadenciosa intermitencia. Dos pequeñas luces llenas de vida enfrentando la negra, ilimitada y tormentosa desolación nocturna.




© Acuario 2009

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