domingo, 20 de diciembre de 2009

METAMORFOSIS DEL TIEMPO

DICIEMBRE 20 Domingo


A duras penas el sol entreabre el escollo con el que las nubes, espléndidas y llenas de color ante su presencia, han intentado oponerse a su regio poderío. Un cielo medio entornado, de pequeños nimbos en incompleta agrupación se extiende sobre un mar bien musculado, con olas profundas y cadenciosas que dejan en la orilla el fragor rotundo de su fuerza. No se echa de menos al ausente frío, en esta mañana a medias soleada. Apenas un ligero levante, que trae una humedad bañada de aromas marinos. Nadie en la playa, una soledad tranquila llena las arenas.

Es ya media mañana cuando tomo el camino de palmeras, hoy como ayer exultantes, distintas, felices por el agua llovida. A la puerta de su escondrijo de piedras me espera Piratilla, con buen apetito, dispuesta a hacer los honores a su desayuno, bien se nota que pasó el día de lluvia perdida o escondida, sin probar bocado apenas. La playa entibiada por el sol ya a esta hora, está bien concurrida al ser día festivo. Corredores, paseantes, perros y amos, no cesan de ir arriba y abajo. Mientras el horizonte se prolonga indeciso cubriendose de nubes y el viento arrecia.

Con el mediodía el mar se alza en poderoso oleaje, una regata de balandros cerca de la orilla finaliza como puede y recoge con presteza sus señalizaciones y boyas. Ceniza verdosa, turbia y enojada, el mar ha perdido el cristalino esmeralda de las primeras horas del día. Su turbión revuelto prorrumpe potente y resuelto sobre unas arenas atemorizándose. El levante se ha llevado a los peatones, ha barrido el paseo de la playa, ha dejado vacíos los bancos del camino, nadie se asoma.

La tarde se ha llenado de nubes cerradas, oscuras, casi tan enfadadas como el oleaje incesante y estruendoso, amenazante. El empuje del aire ahora ya frío ha dejado aterida a una ciudad, demasiado acostumbrada a vivir apaciblemente, siempre soleándose. El crepúsculo se va alejando mientras la noche comienza.

En la bahía, bien anclados y soportando el embate inexorable del mar y del viento, dos navíos desafían a las olas y, con sus temblorosas luces, a la inmensa y opaca noche. Nada puede ante su resuelto y esforzado ánimo la amenazadora oscuridad cerrándose sobre ellos.

El tumultuoso abatir de las olas llena las arenas de revueltas espumas, su enardecido lamento resurge cadencioso una y otra vez con desesperada queja.

En la negrura que le rodea el mar alza su sangrienta voz tan profunda como los siglos, revelando su oculta elegía, tan atormentada como desconocida.




© Acuario 2009

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