lunes, 7 de diciembre de 2009

METAMORFOSIS DEL TIEMPO

DICIEMBRE 7 Lunes


Un deshecho e incompleto velo de nubosidad encuentra el sol matinal cuando aflora por encima del horizonte. El viento noroeste ha traído un cielo blanquecino y roto, con un desvaído celeste asomando entre retazos de largas y altas pátinas de alargados cirros. Hoy más que nunca, la soledad extiende sus dominios por la playa, se apodera de las arenas y se sienta en los bancos mientras los gorriones rebuscan bajo los mismos.

Dubitativas se balancean, ebrias de madrugadas las palmeras. O quizás es el viento que acude solícito. Que quiere mecerlas con sus invisibles manos vacías y llevarles bajo la indecisa luz del alba la ternura de una caricia.

Pese a que la luz no es rotunda y completa, la mañana no es fría. Adecuada combinación de viento fresco y sol a medias. El Mediterráneo luce un azul con tonos de pálida y blanca ceniza, quieto, detenido. En la orilla silenciosa no hay nadie, el día no es laborable, y hoy ninguno quiere otra cosa que descansar, incluida la mar ella misma adormecida.

Cuando salgo es ya mediada la mañana, y ya hay paseantes y turistas gozando de una cálida y sosegada claridad. En el agua son menos hirientes los reflejos, sobre ellos emerge un buque auxiliar de servicio de la armada, que lleva varios días anclado en el centro de la bahía, con su peculiar mole gris y sus oscuros perfiles.

Aprovecho el paseo para aprovisionarme de pan recién hecho, agua mineral y mandarinas. La vuelta es fácil ayudado por el artilugio plegable con dos ruedecillas, vulgo carrito. Según transcurren las horas el cielo no se abre bajo el sol, al contrario se ha añadido un neblinoso velamen difuso, que no impide del todo no obstante al calor y a la luz ser agradables y hasta más que suficientes, me digo acalorado haciendo el ejercicio de tirar de la compra por el luminoso y ahora bien concurrido paseo.

La playa al mediodía ofrece toda su soberbia extensión tentadora para los abundantes turistas que han llegado en dos cruceros, atracados en el muelle. Aunque sólo veo dos incondicionales del baño atreverse a nadar, hay muchos grupos paseando, tomando fotos.

Con la tarde se abre un remanso de silencio en el que resuenan de vez en cuando los golpes de los cascos de los caballos que llevan con alegre paso las calesas de alquiler, los faetones y carruajes pintados de negro y amarillo. Transportando a su feliz clientela como antaño, con la noble pausa ceremoniosa de una vida sin prisa. Mientras, los niños no dejan de jugar en los columpios y toboganes en la arena, en un amable y detenido tiempo.

Al llegar el crepúsculo, rojo y ardiente al oeste, zarpan casi al unísono los dos cruceros del puerto, en tanto que el viento de poniente lleva el humo de sus chimeneas en contrario rumbo. Iluminados casi por completo, se pierden en la distancia como ascuas en un mundo de creciente sombra y negrura.

La noche ha venido, el oscuro mar apenas murmura en la orilla. Todavía se hace esperar la luna, ya solo una mitad realmente. La atmósfera se ha despejado, los luceros han llenado la bóveda azabache del cielo. Sobre la línea del horizonte, algunas estrellas titilan mientras otras, o que lo parecen, corren inquietas.

Son las balizas intermitentes de los aviones que van enfilando la pista de aterrizaje del aeropuerto. Sus luces cambiantes, rojas, blancas o amarillas, semejan indecisas estrellas, que no supieran, hoy tampoco, de qué color ponerse esta noche el vestido.




© Acuario 2009



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