jueves, 14 de enero de 2010

METAMORFOSIS DEL TIEMPO

ENERO 14 Jueves


No se lo toma con prisa. El día amanece arrastrando una inmensa pereza. El mar, fluido gris metálico, se vé laminado y casi inmóvil. Las aguas de opaca ceniza, esperan inútilmente un sol oculto tras una densa nubosidad sobre el horizonte.

La playa siempre parece más grande en su soledad desierta. Las arenas calladas, dormidas, soportan el paso una vez y otra de la máquina limpiadora que va trastabillando como puede, a trompicones sobre la irregular superficie, así dejada e impresa por las intensas y pasadas lluvias.

Fresco, pero no frío, el viento norte sopla y bufa, y va cimbreando con incesante zarandeo a las palmeras. La ventolera dibuja caprichosos y erráticos estremecimientos sobre el húmedo y hoy grisáceo manto acuático.

Sin armamento alguno, ni abrigo ni paraguas, el camino se hace más alegre y liviano. El insistente torbellino va abriendo el cielo, y sobre la ciudad asoma un azul luminoso, aún cuando el sol todavía no se ha descubierto. A cierta distancia de la playa con maquinaria pesada siguen aportando grandes piedras a las nuevas defensas y escolleras. El mar silencioso deja oir los estrepitosos desplomes de las piedras, unas sobre otras cayendo, y también los metálicos chirridos estridentes con que las máquinas se quejan.

El mediodía es luz y sol completo. El mar lo celebra con un iluminado turquesa, mientras las gaviotas en enorme bandada, quizá un millar incluso, toman el sol flotando sobre la bahía cerca de la orilla y del aire protegidas. De vez en cuando, alguna de esas pinceladas blancas, inquieta por desconocido motivo, alza el vuelo buscando en otro lugar nuevo acomodo, al lado de la muchedumbre inmóvil y arracimada de aves soleándose.

La tarde se entrega a la blanca alegría de algunos escasos nimbos que se pasean un tanto desorientados sin saber de donde vinieron. El viento entrometido revuelve travieso las esquinas y casi alza imprevisto vuelo la bufanda. La luz tibia y delicada de estas primeras horas vespertinas es un regalo con el que la ciudad mansamente se deleita.

Al salir del trabajo, el firmamento muestra un azul oscureciéndose. En el parque ahora rebosante de trinos y silbos, el viento añade el rumor de las hojas, el murmullo de la arboleda. Sobre los montes al oeste, el cielo sostiene como puede un amarillo desvanecido. La tarde acaba.

En la ensenada marina todo es negrura. Derramándose por ambos brazos de la bahía, las luces de la ciudad quisieran ceñir el fugitivo talle de opacidad y sombras de la noche, mientras las estrellas refulgen con toda su luz caprichosa, desde la oscura e insondable dimensión de una bóveda celeste, abierta en inexorable destino siempre al infinito.




© Acuario 2010

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