El apacible, discontinuo y apagado gotear de la lluvia bajo la serena luz del amanecer es la tenue voz que al despertar me anuncia un nuevo día. El cielo muestra una nubosidad de oscurecidos nimbos, de los que desciende una claridad amarillenta en estas primeras horas de la mañana, mientras el mar, como vidrio esmerilado e inmóvil, se ha vestido de cobre y suave ceniza. La playa inmersa en una melancolía indefinida, extiende sus arenas apagadas y húmedas en una soledad equilibrada y exquisita. No hay ni viento ni olas.
Todo está detenido, la intermitente llovizna apenas perceptible deja nuevas y brillantes las hojas de las palmeras bañadas hoy de dicha.
En la calle los escasos peatones ni siquiera han abierto sus paraguas, sólo el húmedo silencio es quien ocupa hoy los vacíos bancos ausentes de sol. Desde el mar surge, oculta en la escasa luminosidad grisácea, una bandada interminable de gaviotas volando hacia tierra.
El camino de arenas ensombrecido, con algún charco, empapado parece más terroso que nunca. Las palomas me asaltan casi, hay un alegre y voraz apetito en todas ellas. Un listo gorrion está ya preparado y atento sobre el pretil del muro para hacerse con un migajón que siempre le arrojo, fuera del alcance de los voraces y hambrientos palomos.
A la vuelta paso cerca de un jazminero, todavía casi al principio de diciembre ofrendando sus pequeñas y humildes flores. La noche y la lluvia reciente han conseguido acentuar la perfumada fragancia, el vuelo de su aroma sutil y magnífico. Cuando ya termino mi paseo, imperceptibles casi, unas diminutas gotitas de agua comienzan a querer caer mínimas e indolentes.
El mediodía velado, estático. En la playa el tiempo se extiende desocupado, vacío, nadie en la orilla silenciosa acompaña a unos instantes absortos que aparentan estar en otro sitio.
Presumida la ciudad ostenta y exhibe sus arracimadas luces, sus apretujados destellos, sus rebosantes luminarias.
La pobre noche sin estrellas la observa embobada.
© Acuario 2009
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