viernes, 20 de noviembre de 2009

METAMORFOSIS DEL TIEMPO

NOVIEMBRE 20 Viernes


Nada le importa al sol su débil comienzo, tenue rojo imperceptible en el horizonte rodeado de bruma y sueños. En poco tiempo su vuelo ágil alcanza ser rotunda brasa y llama, y luego deslumbrante fuego que se derrama como lengua ardiente, sobre el reflejo inquieto de unas aguas temblorosas de miedo. La mañana está inmóvil, apenas el apagado rumor de unas escasas y quietas olas en la playa. Persistente y terca, enamorada del alba, va y viene la máquina limpiadora de arenas, un tractor oxidado y detrás una especie de furgón que cierne la superficie que encuentra. El cielo desplegado, completo, pálido azul sin nubes, página en la que las gaviotas escriben su vuelo.

Aunque deslumbrantes y llenas de claridad completa, estas primeras horas del día son frescas. Apetece caminar, todo el espacio de la playa desafiante espera abierto. Hacia la mitad de mi camino, un grupo de viejas conocidas se me acerca al vuelo. Una docena larga de palomas impacientes que reclaman un poco del pan que habitualmente les llevo. Mientras el horizonte se extiende, el mar recupera un azul impreciso y todavía húmedo de la plata todavía recientemente caída, en el solitario amanecer de un firmamento entregado a todas las fantasías de la madrugada. Una tibia luz llena de dorado calor las arenas.

Cuando vuelvo, desde la lejana neblina que esconde el confín de las aguas, lentamente se perfila la oscura silueta de un carguero, repleto de contenedores surgiendo de la distancia, buscando puerto. Un balandro se mece en la rada de la bahía, entre algunas barcas que pescan a un lado y otro. Hay un ligero levante imperceptible que apenas se mueve. Las palmeras distraidas ven pasar caminando sin prisa a los turistas que han desembarcado de la cercana dársena, en los muelles que dan al este. La playa comienza a tener la escasa visita de algun bañista atrevido.

El mediodía es una delicada filigrana de luz, de templada brisa, de amable sol, en la completa libertad de un ilimitado y sereno cielo.

Sobre la gama de diversos y distintos matices de la arboleda y de la vegetación del parque, la dorada iluminación de la tarde transforma en reverberantes y nuevos a todos los verdes de la inmensa foresta, brillando ésta ahora desconocida y única con una pátina de mágico y leve oro. Tras mis ocupaciones laborales encuentro en la calle al crepúsculo despidiendo ya el día.

Las últimas luces del cielo llenan de rosada plata la extensión de la bahía. En la boca del puerto maniobran dos cruceros. Uno de ellos quitándose con presteza del camino del otro, a toda máquina, lo elude. Las fumarolas de los buques esforzándo sus propulsores elevan torvas líneas de humo al viento.

La joven noche todavía escucha los silbos y cánticos de los mirlos escondidos, la tranquila respiración del mar en la playa. Pero su corazón está lleno de preguntas, y las respuestas están ocupadas por las sombras, como la orilla que se duerme lentamente en los brazos de la aún cálida arena.



© Acuario 2009

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