sábado, 7 de noviembre de 2009

METAMORFOSIS DEL TIEMPO

NOVIEMBRE 7 Sábado


Sin más vestido que su enigma infinito y azul el cielo se entrega al radiante y espléndido sol. El invisible viento persigue hoy como ayer su propio desconocido destino, busca un inalcanzable reposo en algún ignoto lugar, su ánima de eterno viajero errante le impele incesante desde su interno vórtice lleno de siseantes silbidos, de ululantes rumores y oscuras voces.

Pero hoy, como civilizada brisa, fatigado, abrumado, ha perdido la alocada desesperación de otros días, y exhausto se limita a alcanzar la playa de forma amable y tranquila, templando la calurosa otoñal mañana.

El mar seguro de sí mismo, a nadie mira. Unas escasas olas de poniente envuelven en su blanca diadema de espumas a la orilla, llena de luz y soledad magnífica y excelsa. En la calle apenas nadie pasa en estas primeras horas del día. Las palomas hoy casi sin asiento en las podadas palmeras ocupan con más predilección las oportunas y altas farolas. Hace una agradable temperatura, el sol cálido, el aire leve apenas, un paseo a esa hora siempre es excelente impulso para el ánimo. La mañana tiene una sonrisa para todos los que se le acercan.

En el inacabable paseo cercano a la playa los habituales andarines, ciclistas, patinadores, corredores, se inundan de una alegría de luz y de eterno azul, cómplices ambos mar y cielo del iluminado y cromático sortilegio.

Cercano a la playa un alto y apretado macizo de cactus, requemado de sal, calcinado de sol. Sus tupidos brazos se elevan al cielo buscando quizá mejor destino que la salobre tierra de la que surge que le da al mismo tiempo vida y muerte.

Bañadas de luminosidad y calor, mirando a un horizonte que sólo ellas alcanzan a conocer completamente, las palmeras descansan hoy. Únicamente ellas secretamente saben hablar con la lejanía que desaparece. Un horizonte al que nadie más que ellas en invierno acompañan en las dolientes y atormentadas tempestades de levante. Pero hoy la innumerable belleza de los refulgentes brillos que centellean en la mar pletórica de azules, es sólo completa e inasible, única emoción trascendente.

La excelencia del mediodía es inabarcable, las gaviotas, quietas, flotando sobre la bahía, mientras alguna vela surca con lentitud y plena calma la distancia. La arena es campo de juegos al sol de los niños en los toboganes entre las palmeras. Algún perrillo corre contento tras la pelota que le tiran.

La luz se hace dorado sueño en la tarde que termina, hasta que el firmamento despide el día con un adiós violeta.

Una luna menguante lleva su ligera pero aún mágica plata a unas aguas, a unas olas que se cubren de móviles y tenues luceros, transfigurados en brillantes espumas los efervescentes reflejos, ofrenda del mar y sus olas a las oscuras sombras de la arena en la orilla.




© Acuario 2009

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